lunes, marzo 07, 2011

Quién dice casualidad



No recuerdo si fue casualidad. No tengo el primer instante en la cabeza. No sé si debería producirme molestia el no saberlo. El tiempo, en constante movimiento, no me permite pensar en él como un punto exacto entre el espacio de mis piernas. Tampoco sé por qué, mi madre no me avisó de que aprovechase la vida a partir de los 6 años hasta que empezase a sentir aborrecimiento. Quizás, porque no había manera de aprovecharla desde un principio. Puede que sea la primera vez que no quise bailar y el constante critiqueo de tener la sombra inmóvil. Tardé años en aprender, que no hay que darle movimiento a la sombra sino es más importante que dejarla inmóvil, para observar con indiferencia el bailoteo incesante de las demás. Los primeros días que vi las luces parpadeantes, los ojos infectados y el aborrecimiento de escuchar los “cómo te llamas” sé, que poco quedaba más por ver. El sexo detrás de aquel bar, las búsquedas nerviosas de una vena que poder pinchar en el parque donde nunca aprendí a montar en bicicleta sin las dos ruedas traseras. Las miradas de los cuarentones hacia aquella niña de 12 años con falda de tablas, rozando con las caderas la primavera y la blusa blanca pulcra. El ojo morado de la vecina. El labio partido de la vecina. El esguince de la vecina. Siempre tan “patosa”. Observaba, desde las esquinas de los locales, el humo que se adhería a los escotes sudados y a esas camisas por abrochar. Se formaban retratos quiméricos con los focos fucsias que nunca se concluían. En el suelo del baño, mostraba interés al mármol y en sus caras demoníacas casuales. Mientras, miles de labios desgastados se vestían de consuelo brillante y pegajoso en el reflejo de un espejo salpicado. En los servicios atascados y sin cerradura, se amontonaba la orina fresca como un río infectado. Las papeleras rebosantes, demostraban que en los días del mes, también se es joven. No, no pediré alcohol. Lo pediré en casa. No aprenderé a fumar. Oscureceré mis pulmones cuando no haya nada más que volver cancerigeno. No tardé mucho en caer en el vicio cuando ya no veía sentido llamar al vicio algo malo para la salud. Me dí cuenta que se me daba bien beber, con el paso de las primeras resacas. Cuando aprendí a respirar, rompiendo con las uñas débiles la placenta, no sabía que respirar tenía consecuencias. Por ello, relajaba mi ansia de dejar de hacerlo algún día inhalando más mugre, porque para visualizarla, me habían recetado unas gafas. Me crié/crío viendo inmundicia y bazofias carnavalescas, escuchando falacias e intromisiones soeces y respirando enfermedad en un cielo que oculta las estrellas y solo deja ver lo que parece que es una fotografía de ellas. Al final del puerto, cerca del paseo donde mi madre solía sacarme fotos algunos domingos con mis coletas castas, siempre había un fuego perenne en el ápice de esos tubos con rayas rojas horizontales y paralelas. Se situaban a la intemperie oscura que alimentaba mi futuro. Cuanto más respiraba, sentía que culminaba la desgana en un pueblo perdido llamado ciudad, con sequía de instruidos desde su inauguración con muchedumbre.
- Es eso ¿una estrella?
- No. Es un satélite.
- Y, ¿esa otra?
- No, es otro satélite.
- ¿Cómo son las estrellas?
- Son satélites, que se visten de estrellas o son estrellas que se visten de satélites porque ya están muertas.
Quizás la respuesta que deberían haberme dado y tan solo obtuve: “eso es una estrella pero, solo su imagen”.
Quizás era muy niña para tanta respuesta, muy niña para saber antes de tiempo y muy mujer para tener esperanza.





*P.D. Prometí intentarlo, aunque fuese la promesa que nunca dije, asentí con la cabeza pequeña a unas suplicas adultas basadas en frustraciones. Ser la mejor, en lo que sea que haga bien.

5 comentarios:

  1. Todo eso hace que seas la persona que eres hoy día, una gran persona de cuerpo menudo. ¿Eres tú la de las fotos? Creo que sí, ¿no?

    ResponderEliminar
  2. La vida. Me encanta. También hay ocasionales caras demoníacas en el mármol de mi baño, aunque se cuela algún que otro ciervo o animal sin identificar.

    Me gusta esta entrada en todos los aspectos, ninguna pega.

    Saludos.

    ResponderEliminar
  3. Goyto, gracias por lo de cuerpo menudo ;)
    Sí, soy yo la de las fotos.

    DoggyBob, siempre se cuelan otro tipo de imágenes
    entre tanto demonio deformado.

    Beso.

    ResponderEliminar
  4. Los demonios son tan necesarios como los cuerpos menudos. Ambos, incluso, se complementan.
    Beso.

    ResponderEliminar
  5. “desde las esquinas de los locales, el humo que se adhería a los escotes sudados y a esas camisas por abrochar. Se formaban retratos quiméricos con los focos fucsias que nunca se concluían“. Me encantan las descripciones, sobre todo de aquellos ambientes que resultan lúgubres, sucios y tristes, sobre todo tristes, bañados por un hálito de nostalgia y eterna condena, sin salidas de emergencia definidas.

    No podría negar nunca que tus palabras son veraces, sin adornos ni florituras múltiples que acabarán por enrarecer esa idea que se nos repite en el tiempo: la consciencia (inconsciencia) del ser.

    El ser humano se escuda en que es, sin preguntarse siquiera el por qué de su ser. Hay veces que las corazas son mayores aún que la ignorancia innata (religiones, sectarismos o fanatismo de cualquier índole) o simplemente son inconclusas (ciencias); todo final guarda su margen de error, de inseguridad. El matemático Heisenberg, por el primer cuarto del siglo XX, enunció el principio de incertidumbre. Este principio viene a decir, a grosso modo, que nada se puede calcular con precisión, que nada es cierto en su verdad. Si esto es así, no importa lo que creamos, de aquello que tengamos la certeza de su realidad, siempre tendremos la duda inmersa en nuestras venas ebrias por horas las perdidas. Tengo la esperanza de que el día a día no sea una constante sino un siguiente.

    Me ha encantado el fragmento de las estrellas-astros; al fin y al cabo, ambas tienen la misma cara por la noche.

    Saludos.

    ResponderEliminar