jueves, marzo 31, 2011

La science des rêves


Me encontraba tirada en la cama. Había puesto algo de música. Algún disco nuevo de algún grupo que escuché hace tiempo. Vaciaba lentamente mi tercera cerveza. Tenía la boca pastosa y el estómago no cesaba en su intento de querer decirme algo. Lagrimeaba por el cansancio y recogía los ingredientes con la yema de mis dedos fríos; a su vez, frotaba el surco que había dejado las gafas después de leer hojas repletas de palabras amontonadas. Palabras con letras que faltaban constantemente en las frases y con frases que no tenían sentido a simple vista por palabras que se repetían dos veces. La tinta, a pesar del tiempo de impresión, parecía que se corría a cada lengüetazo seco que daba para continuar. Era, al fin y al cabo, otra noche cualquiera en la misma habitación de siempre con una vida no del todo cómoda ni del todo ahogada. La diferencia se hallaba en las imágenes que se adherían en mi cabeza; las de una sonrisa afligida con unos dientes que, cuando se mostraban, me acariciaban sutilmente el ánimo. Sus ojos cansados y abatidos. Sus ojos, angostos en ocasiones. El movimiento zic-zac de una silueta nerviosa. Recuerdo, como si fuese ayer, como si visualizara un póster invisible en el techo o en las paredes, su nariz, amasada sin intención de ser arte pero, si indiscutiblemente algo cercano a la perfección subjetiva. Me habían robado los comentarios que antes, solía hacer yo. Todo se debatía en un estado recíproco. El miedo era tan insospechado, tan templado que, me había dejado llevar de forma ligera. No había cuestiones de por medio ni respuesta alguna a nada. Me absorbía el no saber más que el estar porque ni de ello, estaba segura. Pegué un último trago y encendí un cigarro a escondidas. El disco se había repetido. Apagué la luz de la lámpara y se hizo la oscuridad. El humo, tan espeso, se fundía con ella y percibía su movimiento sin hacer apenas esfuerzo. Perdí la cuenta pasadas las dos horas de las vueltas que había dado buscando alguna pose agradable. Había cesado en el intento de relajar mi pulso, en respirar con más tranquilidad. Mañana, es otro día con una cama que hoy, me parece demasiado grande.

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lunes, marzo 07, 2011

Quién dice casualidad



No recuerdo si fue casualidad. No tengo el primer instante en la cabeza. No sé si debería producirme molestia el no saberlo. El tiempo, en constante movimiento, no me permite pensar en él como un punto exacto entre el espacio de mis piernas. Tampoco sé por qué, mi madre no me avisó de que aprovechase la vida a partir de los 6 años hasta que empezase a sentir aborrecimiento. Quizás, porque no había manera de aprovecharla desde un principio. Puede que sea la primera vez que no quise bailar y el constante critiqueo de tener la sombra inmóvil. Tardé años en aprender, que no hay que darle movimiento a la sombra sino es más importante que dejarla inmóvil, para observar con indiferencia el bailoteo incesante de las demás. Los primeros días que vi las luces parpadeantes, los ojos infectados y el aborrecimiento de escuchar los “cómo te llamas” sé, que poco quedaba más por ver. El sexo detrás de aquel bar, las búsquedas nerviosas de una vena que poder pinchar en el parque donde nunca aprendí a montar en bicicleta sin las dos ruedas traseras. Las miradas de los cuarentones hacia aquella niña de 12 años con falda de tablas, rozando con las caderas la primavera y la blusa blanca pulcra. El ojo morado de la vecina. El labio partido de la vecina. El esguince de la vecina. Siempre tan “patosa”. Observaba, desde las esquinas de los locales, el humo que se adhería a los escotes sudados y a esas camisas por abrochar. Se formaban retratos quiméricos con los focos fucsias que nunca se concluían. En el suelo del baño, mostraba interés al mármol y en sus caras demoníacas casuales. Mientras, miles de labios desgastados se vestían de consuelo brillante y pegajoso en el reflejo de un espejo salpicado. En los servicios atascados y sin cerradura, se amontonaba la orina fresca como un río infectado. Las papeleras rebosantes, demostraban que en los días del mes, también se es joven. No, no pediré alcohol. Lo pediré en casa. No aprenderé a fumar. Oscureceré mis pulmones cuando no haya nada más que volver cancerigeno. No tardé mucho en caer en el vicio cuando ya no veía sentido llamar al vicio algo malo para la salud. Me dí cuenta que se me daba bien beber, con el paso de las primeras resacas. Cuando aprendí a respirar, rompiendo con las uñas débiles la placenta, no sabía que respirar tenía consecuencias. Por ello, relajaba mi ansia de dejar de hacerlo algún día inhalando más mugre, porque para visualizarla, me habían recetado unas gafas. Me crié/crío viendo inmundicia y bazofias carnavalescas, escuchando falacias e intromisiones soeces y respirando enfermedad en un cielo que oculta las estrellas y solo deja ver lo que parece que es una fotografía de ellas. Al final del puerto, cerca del paseo donde mi madre solía sacarme fotos algunos domingos con mis coletas castas, siempre había un fuego perenne en el ápice de esos tubos con rayas rojas horizontales y paralelas. Se situaban a la intemperie oscura que alimentaba mi futuro. Cuanto más respiraba, sentía que culminaba la desgana en un pueblo perdido llamado ciudad, con sequía de instruidos desde su inauguración con muchedumbre.
- Es eso ¿una estrella?
- No. Es un satélite.
- Y, ¿esa otra?
- No, es otro satélite.
- ¿Cómo son las estrellas?
- Son satélites, que se visten de estrellas o son estrellas que se visten de satélites porque ya están muertas.
Quizás la respuesta que deberían haberme dado y tan solo obtuve: “eso es una estrella pero, solo su imagen”.
Quizás era muy niña para tanta respuesta, muy niña para saber antes de tiempo y muy mujer para tener esperanza.





*P.D. Prometí intentarlo, aunque fuese la promesa que nunca dije, asentí con la cabeza pequeña a unas suplicas adultas basadas en frustraciones. Ser la mejor, en lo que sea que haga bien.

viernes, marzo 04, 2011

1. Carmen


Vidas con nombre.



1
. Carmen




Su consumido cuerpo se adhería a una camiseta de lycra con estampado militar. Corta, de tirantes. Quizás demasiado corta, demasiado fina para ser invierno.
El sol se imponía en el cielo algunas veces y las nubes que se agrupaban en las esquinas de la terminación de mi vista, lo ocultaban cuando corrían.
Vestía unos pantalones pitillos color morado y unas botas, también militares con cordones blancos que tenían el nudo atrás. Con su mano derecha, agarraba una bolsa verde de plástico transparente. Algo desgastado. La típica de mercado en la que almacenaba un poco de ropa. Con el brazo izquierdo, sujetaba una chaquetilla. De sus hombros colgaba una pequeña mochila en la que solo se puede guardar un par de suspiros. Apuraba un cigarro recién encendido que no dejaba de observar. Yo caminaba con pesadez cuando la vi despedirse de aquel chico negro.
Ella estaba delante. Miraba para un lado, para otro. Se percibía que estaba perdida pero desde hace mucho tiempo. Yo seguía detrás. Se paró en seco. Dio una calada. Se giró. Me miró.
Con poca fuerza se fue acercando. Parecía que estaba apunto de abatirse ante mí.
Me preguntó sobre un centro para gente sin techo, en el que le podían dar de comer. Le dije que me siguiera, que le indicaba donde estaba. Me lo agradeció y empezamos a caminar.
Me preguntó por mi nombre. Yo le pregunté por el suyo. -Carmen.
Había llegado esa misma mañana. Buscaba dos hermanos, los cuales, habían muerto por el sida. Me preguntó por si los conocía. Negué con la cabeza. Decía que desfallecía de hambre. Una mujer mayor le había dado unas cuantas monedas.
“La pobre beata, no dejaba de hablarme de Dios. Le dije que gracias a él, estoy así”
Me dijo que la anciana contestó:
“No, te lo has buscado tú”
Y yo le dije -las monedas regaladas vienen con fábulas.
Carcajeó.
Se había ido de casa con 13 años. Su padre la maltrataba. Una boca menos para una persona sin futuro desde que nace. Su voz temblaba. Comentaba lo joven que era y lo mucho que le agradaba mi nombre. Le recordaba a un pasado incierto, donde podía ver películas de Disney sin pensar si ese día comería o no. La gente nos miraba desconcertados. Parece que no hacíamos buena pareja para hablar libremente y caminar juntas.
- ¿Tienes hora? –me preguntó-
- Las 11:30 –contesté-
- Es buena hora. A ver si puedo conseguir un bocadillo al menos.
- Aquí te dejo, Carmen. Tienes que seguir recto, ahí encontrarás el centro. Espero que todo vaya bien.
- Lo mismo espero de ti. Eres joven y se nota pena en tu mirada. Cuida de tu tía.
- No dije nada de una tía. –desmentí-
- Vaya, entendería mal.
- Sí.
- Hay que ser fuerte en esta vida. Yo no elegí vivirla, pero elegí luchar contra ella.

Sonreí y me marché.