Releo las cartas (ya no sé siquiera si son pocas). Aquellas cartas de deseo, de cariño, supuestas palabras de amor. Otras de celos y letras temblorosas. Cada una, acompañada de recuerdos que últimamente, están más presentes en mí que de costumbre. El primer "Te quiero" correspondido aunque luego, no fuese así. Los besos furtivos, mi primera respiración alterada en otras circunstancias. Una montaña de desechos que se van amontonando en las callejuelas que empiezan a oler a enfermedad, a destrucción previa. A mi corta edad, me aferro más a la idea de un único amante que debore sin importar mi razón: el tiempo.
Un amor que no me susurre en el oído o intente besar mis destruidos labios en cada rincón de una ciudad que no posea imagen, ni mi hastío en las palabras con constancia de futuro... Nada. Ni una decepción. Mi paraíso de las horas manchadas entre cuatro paredes y el surco de la orilla callada entre piedras diminutas. Antes podía detestar lo previsible. Antes podía ser lo que no se es hasta que se intenta conocer lo imposible y ahora; ahora no sé ni qué detesto, ni qué de mí. Si este destierro impuesto, que debo aceptar por lo que hice de mí, puede hacerme olvido de todo lo que me rodea, lo aceptaré.
Te acepto. Te tengo.
Si supieras poseerme, hacerme el amor como nunca me lo hicieron y me harán. Me dolerá tanto placer. Me tatuaré la taciturnidad en cada surco de los ojos inyectados en grietas y el vacío absoluto en un plato, aun mayor del que poseo en mi febril pecho. Mi cariño hará eco como el pasado pero aceptando que será perpetúo. Sentiré las venas entumecidas al mirarme reflejada porque estas por quien soy, has estado cuando creí olvidarte y estarás si, ilusa de mí, quiero hacer eco con mis palabras de nuevo y no sean para ti. Para todo ello, me queda el recuerdo que intenté prostituir. Si releo las curvas de la puta volverá mi perdón. Volverá la resignación y ahí siempre, en vida: Mi yo con cariño y resignación en el final de mi espalda. Mi único, dulce y odioso abatimiento. El único amor que puedo sentir de algo. Tú. Mi nada.
Un amor que no me susurre en el oído o intente besar mis destruidos labios en cada rincón de una ciudad que no posea imagen, ni mi hastío en las palabras con constancia de futuro... Nada. Ni una decepción. Mi paraíso de las horas manchadas entre cuatro paredes y el surco de la orilla callada entre piedras diminutas. Antes podía detestar lo previsible. Antes podía ser lo que no se es hasta que se intenta conocer lo imposible y ahora; ahora no sé ni qué detesto, ni qué de mí. Si este destierro impuesto, que debo aceptar por lo que hice de mí, puede hacerme olvido de todo lo que me rodea, lo aceptaré.
Te acepto. Te tengo.
Si supieras poseerme, hacerme el amor como nunca me lo hicieron y me harán. Me dolerá tanto placer. Me tatuaré la taciturnidad en cada surco de los ojos inyectados en grietas y el vacío absoluto en un plato, aun mayor del que poseo en mi febril pecho. Mi cariño hará eco como el pasado pero aceptando que será perpetúo. Sentiré las venas entumecidas al mirarme reflejada porque estas por quien soy, has estado cuando creí olvidarte y estarás si, ilusa de mí, quiero hacer eco con mis palabras de nuevo y no sean para ti. Para todo ello, me queda el recuerdo que intenté prostituir. Si releo las curvas de la puta volverá mi perdón. Volverá la resignación y ahí siempre, en vida: Mi yo con cariño y resignación en el final de mi espalda. Mi único, dulce y odioso abatimiento. El único amor que puedo sentir de algo. Tú. Mi nada.